Este relato tiene como objetivo plasmar lo que sienten algunas personas cuando eligen la muerte por encima del dolor de la vida. Para muchos puede resultar una liberación. Es importante recordar que todo esto es producto de una enfermedad y debemos tender la mano a aquellos a nuestro alrededor en esta situación. Si te sientes identificado, habla. El silencio mata.
Bi-bi-bi
bip bi-bi-bi bip. El sonido del despertador le perforó los tímpanos.
La chica estiró la mano desde debajo de la manta, tanteando en la
mesita, para apagarlo. Las sábanas pesaban sobre su cuerpo,
piediéndole que no se levantara. Ella se revolvió hasta quedar boca
arriba, observando el techo. Mil preguntas le rondaron la cabeza.
¿Qué pasaría si decidía no levantarse esa mañana? ¿La
extrañaría alguien si no aparecía en sus clases o a la hora de
comer? Eran sus cuestiones diarias desde hacía tanto que era incapaz
de recordar cuándo comenzó.
Al
despegarse de las mantas, se incorporó y se miró al espejo. Hoy
había tardado unos minutos más en conseguirlo. Las ojeras bajo sus
ojos empezaban a parecerse a las marcas del rostro de los mapaches.
Suspiró. Otra pesadilla más y sería incapaz de volver a salir de
debajo de su cómodo edredón. No soportaba las noches de duermevela
en las que su conciencia paseaba sin descanso por imágenes
grotescas, inconexas y, por supuesto, por escenas realistas de su
vida que o bien se tergiversaban o generaban una realidad para que
habitaran sus miedos.
Pese
a todo esto, no conseguía discernir si el infierno se encontraba en
ella durante las noches o durante los días. Soledad era la palabra
con la que la chica definiría su vida, pues no hay nada peor que
estar rodeado de gente, pero no ser capaz de conectar con una sola de
esas personas. Siendo bien porque las barreras las estableciera ella
o, simplemente, porque el resto del mundo no estaba preparado para
sostener los lazos que ella quería forjar.
En
su vida, como en la de todos, había días reseñables por ser
terribles o maravillosos, pero en la mayoría se dedicaba a arrastrar
todo el peso de su alma por las horas siguiendo el tic-tac de los
relojes que marcaban los minutos ya perdidos. No merece la pena
describir en qué consistía su rutina, pues era igual a la de todos
los demás, salvo por un pequeño detalle, a ella, esa rutina, la iba
consumiendo por dentro. Las llamas que se prendían en el corazón no
eran a causa de la pasión, sino de los restos de la pólvora que
dejaban los disparos del tormento.
Es
probable que la muchacha no tuviera un destino o un camino recorrido
mucho más turbio o sinuoso que el de los demás, pero, para ella, la
espada de lo incierto pendía sobre su cabeza como había pendido la
de Damocles sobre él. Porque muchas veces no se trata de la altura
de la caída, sino de lo frágil que sea el cristal. A veces, tan
solo un roce, nos hace rompernos en esquirlas y, a veces, la caída
desde el cielo, solo deja las marcas de los pies en el polvo. Ella
era, en cambio, como la porcelana de una taza desportillada: hermosa,
frágil, dañada, pero útil todavía.
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