martes, 15 de mayo de 2018

Sonríe a las estrellas I

Este relato tiene como objetivo plasmar lo que sienten algunas personas cuando eligen la muerte por encima del dolor de la vida. Para muchos puede resultar una liberación. Es importante recordar que todo esto es producto de una enfermedad y debemos tender la mano a aquellos a nuestro alrededor en esta situación. Si te sientes identificado, habla. El silencio mata.


Bi-bi-bi bip bi-bi-bi bip. El sonido del despertador le perforó los tímpanos. La chica estiró la mano desde debajo de la manta, tanteando en la mesita, para apagarlo. Las sábanas pesaban sobre su cuerpo, piediéndole que no se levantara. Ella se revolvió hasta quedar boca arriba, observando el techo. Mil preguntas le rondaron la cabeza. ¿Qué pasaría si decidía no levantarse esa mañana? ¿La extrañaría alguien si no aparecía en sus clases o a la hora de comer? Eran sus cuestiones diarias desde hacía tanto que era incapaz de recordar cuándo comenzó.



Al despegarse de las mantas, se incorporó y se miró al espejo. Hoy había tardado unos minutos más en conseguirlo. Las ojeras bajo sus ojos empezaban a parecerse a las marcas del rostro de los mapaches. Suspiró. Otra pesadilla más y sería incapaz de volver a salir de debajo de su cómodo edredón. No soportaba las noches de duermevela en las que su conciencia paseaba sin descanso por imágenes grotescas, inconexas y, por supuesto, por escenas realistas de su vida que o bien se tergiversaban o generaban una realidad para que habitaran sus miedos.



Pese a todo esto, no conseguía discernir si el infierno se encontraba en ella durante las noches o durante los días. Soledad era la palabra con la que la chica definiría su vida, pues no hay nada peor que estar rodeado de gente, pero no ser capaz de conectar con una sola de esas personas. Siendo bien porque las barreras las estableciera ella o, simplemente, porque el resto del mundo no estaba preparado para sostener los lazos que ella quería forjar.



En su vida, como en la de todos, había días reseñables por ser terribles o maravillosos, pero en la mayoría se dedicaba a arrastrar todo el peso de su alma por las horas siguiendo el tic-tac de los relojes que marcaban los minutos ya perdidos. No merece la pena describir en qué consistía su rutina, pues era igual a la de todos los demás, salvo por un pequeño detalle, a ella, esa rutina, la iba consumiendo por dentro. Las llamas que se prendían en el corazón no eran a causa de la pasión, sino de los restos de la pólvora que dejaban los disparos del tormento.



Es probable que la muchacha no tuviera un destino o un camino recorrido mucho más turbio o sinuoso que el de los demás, pero, para ella, la espada de lo incierto pendía sobre su cabeza como había pendido la de Damocles sobre él. Porque muchas veces no se trata de la altura de la caída, sino de lo frágil que sea el cristal. A veces, tan solo un roce, nos hace rompernos en esquirlas y, a veces, la caída desde el cielo, solo deja las marcas de los pies en el polvo. Ella era, en cambio, como la porcelana de una taza desportillada: hermosa, frágil, dañada, pero útil todavía.

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